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martes, 2 de abril de 2013

Un viaje en el tiempo... eventos en épocas del Virrey.


El Virreinato del Río de la Plata fue creado el 1¯ de agosto de 1776 por el rey español Carlos III. Sin televisor ni automóviles es posible suponer que la vida en el era aburrida. Pero lejos estuvo de serlo. Los cronistas de la época cuentan que las mujeres, elegantemente vestidas, participaban activamente de los bailes que se organizaban todas las semanas en las principales ciudades. Los domingos, en tanto, los habitantes de Buenos Aires se reunían en el Retiro –algo similar pasaba en algunas ciudades del Interior– para disfrutar de las corridas de toros. También había teatro desde 1747 y los espectáculos musicales eran frecuentes.

En los suburbios de la ciudad era muy común la realización de carreras cuadreras (carreras de caballo), el juego de la taba (un hueso arrojado al aire donde se gana según de que lado caiga) y el de las bochas. Además, era habitual la riña de gallos.

La vida religiosa tenía una gran importancia ya que era en las iglesias adonde se reunía la gente para asistir a las misas, fiestas patronales, casamientos, bautismos, etc. Los integrantes del alto clero –españoles de origen– ocupaban el peldaño más alto de la sociedad junto a los funcionarios y a los comerciantes más ricos. Los curas pobres, criollos en su mayoría, se mezclaban entre el paisanaje y llevaban una vida sacrificada compartiendo penurias y privaciones.

En el siglo XVIII, los Borbones convirtieron la celebración pública en una herramienta de propaganda política estatal que pobló las calles y las cortes virreinales, generando tensiones y resistencias entre los diferentes grupos, funcionando en muchas ocasiones como válvulas de escape y transgresión del orden social. La fiesta virreinal funcionó como un espacio de resistencia y defensa de las costumbres y prácticas políticas en Buenos Aires. Una de las principales hipótesis  sostiene que a finales del siglo XVIII en Buenos Aires, el ceremonial funcionó no sólo como un patrón de diferenciación social, como en otras ciudades,  sino como un espacio de resistencia y negociación del poder, en reacción a las políticas de control de la corona. Esa resistencia se tradujo en enfrentamientos por el control y el orden a través de la apelación a las costumbres.

La Plaza Mayor era el centro de la actividad civil y política, circundada por las Iglesias y las casas de las familias de los pobladores más importantes. Las familias fundadoras habitaban próximas a la Plaza Mayor,  y a las iglesias y conventos. La amplia literatura dedicada a las celebraciones públicas, construyó un lenguaje del espectáculo con un amplio poder de comunicación.

La cultura medieval puede ser inscrita dentro de las sociedades tradicionales en lo que respecta a la vivencia del ritual. Pocas conductas sociales escapaban al ritual, que pautaba las prácticas y la vida cotidiana.

Las fiestas virreinales fueron rituales que cumplieron con el rol de control de las relaciones sociales y reforzamiento de sus estructuras.

En América las fiestas variaban en esplendor según los recursos locales. Desde su fundación, los festejos porteños, tanto las celebraciones públicas como las fiestas religiosas,  fueron sencillos. El recorrido que se dibujaba en las procesiones era un camino jerarquizado que asociaba el grado de movilidad de los cuerpos en relación con su posición social. Las calles se lucían con los colgantes de los balcones, tapices, colgaduras de algodón, plumas. Oro, plata y festones construían una imagen llamativa junto a los arcos construidos en las calles. Los pulperos corrían con el gasto de las ramas y flores y los gremios de la ciudad costeaban las danzas que se incorporaban a la procesión. Los gremios debían costear los carros y las danzas propias de cada uno. Las danzas de los gremios provenían de una larga tradición medieval y cortesana que durante los siglos XVI al XVIII pasa a formar parte, como un elemento más, de la cultura para la comunicación social, propia del rito moderno como espectáculo de poder.

La ciudad de Buenos Aires fue transformándose a lo largo del siglo XVIII. A la par que crecía en número, los grupos de la ciudad comenzaban a interesarse cada vez más en las representaciones teatrales y el consumo de obras de arte y objetos de devoción. Las fiestas porteñas eran modestas pero reproducían las formas tradicionales. Las llegadas de funcionarios se festejaban con corridas de toros, encamisadas y mascaradas que daban vida a las calles de la ciudad. Se iluminaban los edificios principales y los y las porteñas disfrutaban de las mojigangas, encamisadas y luces. Una de las fiestas en las que se hacían importantes gastos era la del patrono de la ciudad. Para estas celebraciones se acuñaban monedas de plata que ostentaban la imagen del Rey en uno de sus lados. Se paseaba el estandarte real, se realizaban procesiones y en la catedral se celebraba un novenario, misa cantada y sermón.

Según Torre Revello (2004), en el siglo XVIII también se presentaron comedias en tablados levantados en la Plaza Mayor con gran cantidad de atracciones. Las familias adineradas iluminaban,  a la par del fuerte, el Cabildo y la casa del obispado, las fachadas de sus casas. Es interesante señalar el crecimiento en el gasto de iluminación en estos festejos a lo largo del siglo XVIII, acompañando el crecimiento de la ciudad y sus demostraciones de vasallaje al Rey.

Las celebraciones públicas y religiosas en Buenos Aires fueron un espacio de disputa y legitimación del poder en una ciudad que había sido siempre periférica. Su particular constitución social, su conversión en capital de virreinato y la  incorporación de un ejército de nuevos empleados de la corona, hicieron evidentes las tensiones que se produjeron a partir de ese reacomodamiento en las formas tradicionales de ejercicio de la política y el poder entre los grupos de elite locales. Simultáneamente, desde fines del siglo XVIII comienzan a instituirse nuevas formas de sociabilidad como las tertulias, salones y logias que contribuyen a crear una esfera de la opinión pública. Los nuevos grupos y facciones se convirtieron en los nuevos contendientes, en el mismo escenario festivo público en el que se negociara el poder durante la colonia. El pueblo mantenía las viejas prácticas tradicionales y las elites asumían la necesidad de "educarlas" a través de la legislación, la construcción de una memoria histórica y la puesta en escena de rituales, festejos y símbolos de la nación. La Revolución de Mayo había recompuesto las relaciones de poder en nuevo escenario. La necesidad de forjar lealtades y obediencias se encarnó en las fiestas patrias y las celebraciones conmemorativas. El mito clásico como simbología de la corona había entrado en crisis pero no desaparecería. Heredará sus elementos a la fiesta patriótica centrada en la figura del héroe patriótico americano. Esta unión de lo pasado y de un presente que se construía, a través de los viejos símbolos y formas rituales del poder, legitimaba la constitución del nuevo Estado. A diferencia de la Revolución Francesa, en la que las fiestas se constituyeron a partir de la ruptura con el pasado, en América se reutilizaron las viejas fórmulas ligando el pasado inmediato con el presente.


Celebración y cultura…

El baile como componente central de las celebraciones.

El baile, con motivo de los primeros aniversarios patrios, fue siempre un componente central de esas celebraciones. Y no cualquier baile “oficial” sino el baile popular.

Las danzas populares criollas venían de la época de la colonia, donde se habían integrado con bailes y rituales de los pueblos originarios. A partir del 25 de mayo de 1810 siguieron modificándose, incorporando movimientos, pasos y gestos inspirados en las ideas de libertad, igualdad, fraternidad, tan de moda en esos tiempos de cambio.

Los ejércitos criollos contribuyeron a consolidar la emancipación americana pero también fueron espacios de difusión y de fusión de estilos musicales y de cantos populares regionales. Todas las noches en los campamentos se escuchaban las guitarras. La entonación de tonadas, cuecas, gatos y cielitos aliviaba las penurias y tristezas de los soldados, templando su ánimo. Muchos de estos cantos eran originales de las comunidades aborígenes locales, enriquecidos con el aporte de negros, mulatos y mestizos, quienes peleaban por la independencia.

                Entre los ritmos y las canciones de aquella época se destacan los cielitos. Éstos, sin duda, constituyeron la expresión poética (y también política) de las clases populares

Las celebraciones conmemorando eventos extraordinarios (es decir, recordando con otros) eran parte de la vida cotidiana durante la época colonial. Ya antes de 1810 se evidencian cambios en las fiestas populares. En Buenos Aires, por ejemplo, el rechazo de las invasiones inglesas, en 1806 y 1807, dio lugar a fiestas participativas, que en varias de sus expresiones representaban un verdadero desafío al orden colonial y al rígido ceremonial vigente hasta entonces.

                A partir de 1811, se popularizaron las llamadas Fiestas Mayas. Cada 25 de mayo, Buenos Aires dedicaba tres o cuatro días al festejo de un nuevo aniversario del primer gobierno patrio. Sin duda, estas festividades fueron alentadas por las autoridades de turno, que veían en ellas una manera de consolidar el sentido de pertenencia a una nueva entidad política, a una nueva nación que todavía no alcanzaba ni a esbozarse. Pero, como sucede a menudo, la gente le dio sus propios tintes y colores a la celebración. Obras conmemorativas en la vía pública con improvisados guiones (suerte de teatro callejero patriótico), bailes de máscaras, comparsas, murgas, refrescos, juegos que integraban a grupos de diferentes etnias, acompañaban a la ceremonia oficial que se llevaba a cabo en la Plaza de Mayo de Buenos Aires, donde ya se erguía la Pirámide de Mayo, primer monumento patrio que todavía existe.


Claves del festejo… vestimenta                


La Revolución Francesa hizo que se buscara la simplicidad y los vestidos semejaban túnicas clásicas. Las porteñas los adoptaron, pero combinados con el abanico, la peineta y la mantilla españoles. Los vestidos tenían cintura alta, falda bastante angosta —de ‘medio paso’— y gran escote, casi siempre cuadrado. Eran de colores claros y de muselina, seda o linón.

El vestuario de la época virreinal del río de la Plata estaba adecuado a la clase social de quién lo usaba. Por ejemplo las mujeres de las clases altas usaban amplios vestidos de un solo color  preferentemente, negro, verde oscuro y rojo muy oscuro adornados con cintas y encajes.

Particularmente se trataba de seguir la moda europea, sin embargo el uso de peinetas y velos mantillas o mantos para abrigarse destacan por la imposibilidad de la mujer de descubrir o exponer su cuerpo a la vista de los demás. Las telas más usadas provenían de Europa, sedas, brocatos eran las más lujosas y usadas en ocasiones festivas casi siempre religiosas o en el teatro o fiestas donde asistía el Virrey.

Los zapatos tenían un pequeño taco de cuero o forrados de seda. Su ropa interior era confeccionada para cubrir lo más posible de su cuerpo: calzones de algodón y de seda y crset generalmente apretados para resaltar el busto y ceñir su cintura.

Asimismo los caballeros de más alto rango usaban pelucas, puños de encajes en sus camisas, "shabeau" (puntillas sobre el pecho) pantalones ajustados y chaquetas casi siempre adornadas con galardones que indicaban su rango. Las chaquetas eran lujosas algunas cortas y de tipo militar y en ocasiones especiales lucían "chaquets" de estilo francés, su calzado podría ser botas o zapatos con tacos adornados con cintas o hebillas.

Las clases populares usaban vestidos sencillos de preferencia de lino y cubrían su cabeza con pañoletas o mantillas en el caso de las mujeres, y mantones sobre los hombros. Los hombres criollos usaban trajes de telas de algodón, sombreros de paño, botas de cuero.

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